domingo, 31 de octubre de 2010

Encendimiento


En el  pueblo no sabíamos  de  haloween  o  de  la  noche  de  peña  y  jarana,  el  primero  de  noviembre  es  la  noche  del  encendimiento; que  es la  expresión utilizada  desde  hace siglos   para  referirse a la  vigilia  en el cementerio  en la  noche  de todos  los  santos.

Desde temprano esperábamos  el  ómnibus de la  Empresa  Flores que  venía  de  Lima   con harta gente,  sentada  incluso  sobre  el  techo. Los  viajeros traían velas o cirios  que  mandaban preparar  en las  cererías  del  Mercado  Central. Las  más  caras  tenían adornos  de luto. También  traían las  coronas  de  flores  de  papel, envueltas  con celofán. En el  pueblo   elaborábamos  coronas  con flores  naturales. Y  si  faltaban  los  soles,  comprábamos   las  velas  caseras.

Al empezar  la noche  empezaba  el  desfile  en dirección al  cementerio. Llevábamos  las  flores  traídas  de la  chacra:  dalias,  claveles,  gladiolos,  crisantemos, amancaes...  Haciendo  turno   llevábamos  los  porongos  con agua.

Tumbas  que  durante  todo  el año  dejaron ver  el  olvido  recibían  la  esporádica  visita  y   quedaban  sin el cerco de  malahierba  que  creció en todos  esos meses.

Afuera  del  cementerio  armaban pequeñas  carpas  los que  venderían  café y  los  platos  más  populares. 
De  pronto  el cementerio  se  poblaba  de  gente y  con  ellos  un sin  fin de  ceras encendidas  calentaban  la  fría  noche. Los  niños  se  divertían  juntando  la cera  derretida  y  les daban  forma  de  pelotas  con las  que  jugaban.

El tío  Roberto  recorría  los  niños  y  sepulturas  sosteniendo  un  librito   con las  canciones  y  oraciones. Su  voz se dejaba  escuchar  a  gran  distancia, pese  a su  avanzada  edad. Encorvado y con  la  seriedad  en su  rostros  mezclaba  frases  en latín  y  en  castellano. Culminaba  su   visita  con un padrenuestro  y todos  nos  persignábamos.

Cuando  había  banda, se podía  contar  con  responsos  más  prolongados. No sé  por qué  aprendía  a  tenerle  miedo  a  esa  tonada.  

La  noche  avanzaba  y  bajo el  negro  cielo repleto de  estrellas, solo  los  más  fuertes  resistíamos completar  la  vigilia. Los  demás, de a poco  salían  hablando  en  voz  baja  para  no  ser  objeto de  murmuraciones. Tanto  los que  regresaban  temprano  como  los  que  nos  quedábamos   calentábamos  el cuerpo  con copas  de  licor.

Una  vez  tuve  que  viajar a  Lima  esa  noche. Desde  la  canastilla  de  un  camión  pude  observar  a  lo  largo  del  camino  como  los  cementerios  de  San  Bartolóme y, de  Chaute que    parecían  pequeños  fogoncitos.   
  


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